Vacíos e imágenes de la memoria. Algunas novelas y películas en la postdictadura chilena y argentina, 2001-2015*

Luis Valenzuela Prado

Universidad Andrés Bello, Chile

luis.valenzuela.p@unab.cl

Violeta Pizarro

Universidad Andrés Bello, Chile

violetapizarro@gmail.com

Resumen: Este artículo analiza ciertas retóricas de la imagen de la postdictadura erigidas desde la novela y el cine en Chile y Argentina en los primeros tres lustros del siglo XXI. Retóricas configuradas como cruces entre imagen/imagen fílmica e imagen/texto, a partir de las cuales se busca responder la pregunta, primero, por los vacíos que ha dejado la historia/memoria; y, segundo, por las tensiones políticas, culturales y sociales entre las representaciones visuales y las verbales. Desde aquí sostenemos que tales vacíos y tensiones articulan la imposibilidad de concluir los relatos de la historia/memoria en postdictadura.

Palabras clave: postdictadura, imagen, cine y novela en Chile y Argentina.

Memory Gaps and Images. Some Novels and Films from the Chilean and Argentinian Post Dictatorships, 2001-2015

Abstract: The purpose of this article is to analyze certain post-dictatorship image rhetorics of image as arisen from Chilean and Argentinian novels and films during the first fifteen years of the 21st Century. These take the shape of crossovers between image/film image and image/text, from which it is sought to answer first the question of the gaps left by history/memory, and second, by the political, cultural and social tensions between visual and verbal representations. From this point we will argue that these gaps and tensions articulate the impossibility to bringing a conclusion to the history/memory stories in the post-dictatorship period.

Keywords: Post-dictatorship, Image, Cinema and Novel in Chile and Argentina.

La verdadera imagen del pasado transcurre rápidamente. Al pasado sólo puede retenérsele en cuanto imagen que relampaguea, para nunca más ser vista, en el instante de su cognoscibilidad.

Walter Benjamin, “Tesis de filosofía de la historia”.

Lo que necesitamos es una crítica de la cultura visual que permanezca alerta ante el poder de las imágenes para bien y para mal, capaz de discriminar entre la variedad y especificidad histórica de sus usos.

W. J. T. Mitchell, Teoría de la imagen.

1. Imágenes del golpe militar chileno

Articular un cruce entre los procesos de postdictadura de Chile y Argentina nos lleva a pensar y revisar las imágenes del golpe militar en Chile, el 11 de septiembre de 1973. Ver, por un lado, la imagen de los aviones Hawker Hunter de la Fuerza Aérea de Chile bombardeando La Moneda, una imagen revisada, una y otra vez, en La batalla de Chile de Patricio Guzmán; leer, por otro, La historia del llanto de Alan Pauls, donde el protagonista recuerda su infancia, el día en que vio el golpe militar chileno transmitido por la televisión, momento en que se da cuenta de que, mientras La Moneda se quema, no puede llorar. La imagen del documental evoca un momento de fractura histórica, es todo tensión; la imagen representada en la novela de Pauls, en tono parodia, cuestiona la fractura, “se rebela contra el mandato ideológico de emocionarse automáticamente ante cualquier injusticia” (Reati 101). Ambas, sin duda, problematizan un momento histórico que intersecta los derroteros, tanto de la memoria como los de una imagen material y política. Ese momento histórico, el nuestro, se erige como escena histórica desde la alegoría como ruina devenida imagen fílmica, en el caso de Guzmán, y televisiva, en el de Pauls.

Cada acontecimiento histórico ofrece variaciones, en su representación y su lectura o recepción. Si los años comprendidos entre Vietnam y el 11 de septiembre de 2001, según Enzo Traverso, “dibujan un vuelco, una transición al cabo de la cual el paisaje intelectual y político conoció un cambio radical” (12), entonces, las dictaduras y postdictaduras del Cono Sur, en especial las de Chile y Argentina, también esbozan un vuelco y se erigen desde un cambio cultural e histórico relevante. En Chile, el 11 de marzo de 1990, Patricio Aylwin asume como presidente, tras diecisiete años de dictadura militar al mando de Augusto Pinochet, iniciados el 11 de septiembre de 1973. Antes, en Argentina, el 10 de diciembre de 1983 asume la presidencia Raúl Alfonsín, poniendo fin a la dictadura “más sangrienta de la historia argentina” (Drucaroff 171), que empieza el 24 de marzo de 1976. Distintas fechas, aunque con procesos y duelos similares: alianzas estratégicas como la Operación Cóndor; tensiones como la mediación papal por la disputa de las islas al sur del canal del Beagle y el dominio de los espacios marítimos vecinos; litigio por Laguna del Desierto en los años noventa; procesos de búsqueda de la verdad e intentos por establecer la justicia y el castigo hacia los responsables de abusos contra los derechos humanos que se elaboran en discursos testimoniales específicos surgidos desde la oficialidad, como los informes Sábato (1984) en Argentina, y Rettig (1991) en Chile; movimientos sociales en Argentina, 1992 y 2001, y movimiento estudiantil en Chile, 2006 y 2011. Con desfases temporales, tenemos un relato en común que nos permite pensar una articulación de problemáticas y retóricas que vinculan el cine y la novela recientes. De hecho, desde el año 2000 a la fecha, atendemos a una narrativa sobre la memoria y la posmemoria erigido por los hijos de quienes vivieron las respectivas dictaduras. Relatos que giran en torno a la imagen material que intenta canalizar las vías hacia la reconstrucción de la memoria, en el cine y en la narrativa, en Chile y Argentina. La imagen, entonces, siempre fugaz, se esfuerza por hacer aparecer una ausencia, por llenar un vacío, un espacio en la memoria y en la historia reciente de los dos países trasandinos.

A partir del corpus propuesto, analizamos distintas retóricas de la imagen, las cuales buscan llenar esos silencios espaciales de la memoria –en la narrativa y en el cine– creando, construyendo, configurando y erigiendo una imagen que encara, o intenta hacerlo, los vacíos de la memoria. Buscamos entonces preguntarnos, primero, por espacios llanos que ha dejado la memoria y luego, por las tensiones políticas, culturales y sociales entre las representaciones visuales y verbales. Desde ahí, sostenemos que tales vacíos y tensiones constatan la imposibilidad de concluir los relatos de la historia/memoria en postdictadura. De este modo, proponemos leerlos desde diversas retóricas de la imagen: montada, creada y cuestionada, en Los rubios, de Albertina Carri; como intento de recuperar la subjetividad del momento y perspectiva de tránsito hacia el pasado desde el presente, en La ciudad de los fotógrafos, de Sebastián Moreno; como búsqueda laberíntica de la imagen y testimonio en M, de Nicolás Prividera; como detonante de las operaciones de velar/develar, en La ciudad de los conejos, de Laura Alcoba; como imagen tatuaje que interviene la memoria del espacio público, en Ruido, de Álvaro Bisama; como pantalla metáfora/alegoría de la violencia, en Space Invaders, de Nona Fernández. Por un lado, es un corpus homogéneo, en tanto todos fueron hijos de las dictaduras represivas. Así, cuatro de ellos –Carri, Prividera, Moreno y Alcoba– son hijos de detenidos desaparecidos, mientras que dos –Bisama y Fernández– asumen ese lugar que Alejandro Zambra denomina “literatura de los hijos”. Por otro, se trata de un corpus heterogéneo, por las preguntas que se hacen y las formas en que trabajan la imagen como intento de encaminarse hacia una búsqueda o reflexión crítica en torno a la memoria.

2. Imágenes políticas / vacíos de la memoria

La imagen de La Moneda bombardeada es la imagen de una historia fracturada, una imagen que, por un lado, quema, en el documental de Guzmán, y que, por otro, no provoca sentimientos ni llantos en el protagonista de la novela de Pauls. ¿Qué sucede, entonces, con la misma imagen? La fugacidad de la imagen del pasado expuesta en el epígrafe por Benjamin, siempre relampagueante e inaprehensible, permite entender que “[a]rticular históricamente lo pasado no significa conocerlo ‘tal y como verdaderamente ha sido’. Significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro” (180). Este “tal y como” siempre es ambiguo y subjetivo, por lo que la imagen, por más objetiva que sea –asumamos la ingenuidad de la afirmación–, nunca es “tal y como”.

La memoria, pensada como constructo retórico del pasado desde un presente, comprende esa fugacidad, también imprecisión, benjaminiana. El fin de siglo, afirma Enzo Traverso, “tomó la forma de una condensación de memorias; sus heridas se volvieron a abrir en ese momento, memoria e historia se cruzaron” (18). Antes, la memoria era tratada desde la oralidad –pensemos en la exacerbación actual de la memoria como imagen–, luego adquiere “el estatus tanto de fuente como de objeto de investigación histórica”, hasta convertirse en una suerte de objeto de moda, una palabra degradada, a menudo usada como sinónimo de “historia” (Traverso 19). Los trabajos sobre la memoria son variados. Así, , por ejemplo, en la memoria referida, para Elizabeth Jelin, a “recuerdos y olvidos, narrativas y actos, silencios y gestos. Hay en juego de saberes, pero también hay emociones. Y hay también huecos y fracturas” (17). Evoquemos la memoria que, pensando en Pierre Nora, se opone, en primera instancia, a la historia misma, pero que luego, desde el presente, se erige como historia. Articulemos el vínculo memoria y justicia, trabajado por Luis Martín-Cabrera como “justicia radical”, en el ámbito económico, cultural y político. Pensemos la memoria como base de cualquier “consecución de justicia”, según Daniel Noemi1, erigida en tres momentos (174): memoria como búsqueda de una verdad e historia individual y social, la memoria de la derrota y del cuerpo, la memoria como búsqueda de la verdad en medio de la lucha entre realidad y alucinación. Mencionemos la “memoria cultural”, trabajada por Abril Trigo, como experiencia vivida y la vida cotidiana de la gente, en desmedro de una “memoria histórica” reproducida por los “aparatos ideológicos del Estado” o una “memoria pop global” que es “producida y distribuida por los medios masivos de comunicación vinculados al gran capital transnacional y difunden un imaginario global” (20-21). No obstante, a pesar de la gran cantidad de líneas teóricas, optamos por trabajar la desarrollada por Beatriz Sarlo: la posmemoria.

Para Sarlo, la posmemoria puede ser definida como “la memoria de la generación siguiente a la que padeció o protagonizó los acontecimientos (es decir: la posmemoria sería la ‘memoria’ de los hijos sobre la memoria de sus padres)” (126), lo que va de la mano de los hijos, que en este artículo justifica la selección del corpus. Relatos mediados, no solo desde la oralidad de las historias de sus padres, sino también por los conocimientos que se tienen de los sucesos a partir de los medios de comunicación u otras formas de memoria (museos, discursos oficiales); pensamos, en este artículo, desde la imagen material.

Sarlo destaca el carácter fragmentario, que proviene del “vacío entre el recuerdo y lo que se recuerda” (135), es decir, de reconocer la incapacidad para realizar una reconstrucción de la totalidad de los hechos ocurridos, sea por la falta de fuentes y testigos o por la in-narrabilidad de sucesos traumáticos. Para Sarlo, este vacío está “ocupado por las operaciones lingüísticas, discursivas, subjetivas y sociales del relato de la memoria”, es decir, es un hueco que se suple con una elaboración retórica específica que se desarrolla mediante la recurrencia a imágenes que constituyen una mediación hacia el recuerdo de lo que no se tiene recuerdo porque no se vivió, o porque se era muy niño cuando se vivió y no se logró comprender. La posmemoria “cumple las mismas funciones clásicas de la memoria” (135). Entonces, no existe una “posmemoria, sino formas de la memoria que no pueden ser atribuidas directamente a una división sencilla entre memoria de quienes vivieron los hechos y memoria de quienes son sus hijos” (157)2.

Pero volvamos a la imagen: ¿qué entendemos por esta? Partamos, paradoja mediante, de una idea simple y compleja: la imagen es una materialidad disímil, entendida en general como imagen mental y visual. La primera, imaginativa y sensorial, la segunda, concreta y material. Esta última es la que interesa a este ensayo, en tanto imagen cinematográfica, fotográfica, pictórica, grabada, televisiva, digital, etc. Entonces, consideramos que los espacios en blanco que deja la memoria encuentran sustento, un simulacro de sustento, en la imagen, sea retórica o material. Para Gubern la “imagen es un artificio, una construcción simbólica, bidimensional o tridimensional, que representa algo (percepciones visuales, ideas), mediante procedimientos técnicos diversos (líneas, colores, tramas de puntos, etc.), de acuerdo con ciertos códigos de representación” (12). Pensemos también en que la imagen implica un despliegue de fuerzas en un campo determinado, imagen-texto o metaimágenes, en palabras de Mitchell, “las tensiones entre las representaciones visuales y las verbales no pueden desligarse de las luchas que tienen lugar en la política cultural y la cultura política” (11). Tensión que quema, desde la perspectiva de Didi-Huberman, ya que “[n]o se puede hablar del contacto entre la imagen y lo real sin hablar de una especie de incendio” (15). Sin duda, la imagen que quema arrastra algo más, algo que la vuelve intolerable (Rancière, El espectador 85), la estela que deja la imagen, ya que una “imagen jamás va sola”, siempre va entramada con un “dispositivo de visibilidad que regula el estatuto de los cuerpos representados y el tipo de atención que merecen” (Rancière, El espectador 99).

Mitchell habla del “giro pictorial”, para enfatizar el hecho de que las imágenes [pictures] “constituyen un punto singular de fricción y desasosiego que atraviesa transversalmente una gran variedad de campos de investigación intelectual” (21). Este giro, continúa Mitchell, “no se trata de una vuelta a la mímesis ingenua”; por el contrario, profundiza, se trata:

[D]e un redescubrimiento poslingüístico de la imagen como un complejo juego entre la visualidad, los aparatos, las instituciones, los discursos, los cuerpos y la figuralidad. Es el descubrimiento de que la actividad del espectador (la visión, la mirada, el vistazo, las prácticas de observación, vigilancia y placer visual) puede constituir un problema tan profundo como las varias formas de lectura (desciframiento, decodificación, interpretación, etc.) y que puede que no sea posible explicar la experiencia visual, o el “alfabetismo visual”, basándose sólo en un modelo textual (23).

Sean imagen-incendio (Didi-Huberman) o imagen-estela (Rancière), construcción simbólica (Gubern) o despliegue de fuerzas, “tensiones”, “desasosiego” o “complejo juego” (Mitchell), las imágenes exacerban cruces y manifestaciones de enfrentamiento político, cultural y social. Las imágenes, como metaimágenes, en el cine, o imagen-texto, en la literatura, explicitan y claman por un lugar de confrontación, digamos, pasado-presente, cine-literatura, vacío-presencia, memoria-olvido.

3. Recorridos críticos por la novela y el cine en postdictadura

La crítica, desde el 2000 a la fecha, en Chile y en Argentina, ha puesto su atención en las producciones y publicaciones, “nuevas” o “recientes”, queriendo atender a los relatos que estas configuran. Relatos, en general, que giran en torno a temas de la memoria, proyectados desde voces que se erigen como generaciones posteriores a las que vivieron los golpes militares respectivos. Fernando Reati sostiene que desde los años ochenta existe un marcado interés por “novelas que representan el terrorismo de Estado en Argentina” (81), enfatizando la forma en que es procesado el “trauma” y en cómo este “cambia proteicamente de forma década a década” (81). Idea que coincide con lo que Ana Amado aborda en un amplio corpus de cine argentino (1980-2007), que atiende a los años de la postdictatura argentina, ficciones que ensayan “poéticas para figurar la experiencia de extrema violencia” (22). A partir de esto se hace una pregunta fundamental para nuestro análisis: “¿Qué imágenes, qué ficción, qué estética permitirían referir ese estallido de la historia?” (22). Por su parte, María Teresa Johansson destaca ejes relevantes en torno al tema de la memoria desde los años noventa en Chile: figuraciones autobiográficas, la presencia del retornado o la casa de familia como centro de detención y tortura, la “producción de Roberto Bolaño sobre la historia política de Chile” (229), los relatos de la posmemoria, donde destaca Formas de volver a casa (2011), de Alejandro Zambra.

La crítica literaria ha abordado asuntos espectrales y de la memoria, en torno a las formulaciones de la dictadura. Rubí Carreño aborda ciertas lógicas de las memorias de los trabajadores, en general del campo intelectual, asumidas en la narrativa chilena que ronda el 2000. Elsa Drucaroff trabaja la novela argentina desde la metáfora del naufragio, la historia, los fantasmas y los desaparecidos. La narrativa actual, dice Drucaroff, “se interroga constantemente por la historia; el trauma de la dictadura retorna con horror, aunque se transforme y contamine con múltiples sentidos ajenos a él” (293). En tanto, Lorena Amaro (“Lecturas huachas”) lee ciertas “escenas de lectura”, en la narrativa chilena, con la estela de la dictadura a cuestas y ciertas novelas que erigen una memoria que fabrica el presente, “parquecitos de la memoria nacional, la memoria en dictadura, la memoria colectiva y popular” (37). Sergio Rojas, por su parte, reconoce, en esta narrativa reciente, “un creciente interés por el pasado, manifiesto en una especie de obsesión por la memoria” (233). Un relato de carácter fragmentario de lo narrado, cuya conciencia de lo irrepetible de los sucesos contados genera un conflicto de irrepresentabilidad.

Sin embargo, es el cine el que ofrece una reflexión crítica cuyo espesor permite dar lineamientos relevantes para prensar la idea de imagen. Lo hace Ana Amado, también Jens Andermann. Este último ofrece una lectura de la imposibilidad que rodea a la imagen o a los textos referidos como instancias de recuperación de la memoria en los documentales argentinos de la época. En Papá Iván, sostiene, “a lo largo de fotos familiares con la voz en off de la directora leyendo la carta de despedida de su padre a sus hijos, que recrea en la materialidad de la imagen en sí las aporías de la posmemoria, como ausencia originaria que no puede ser recuperada ni repasando con la cámara las fotografías ni repitiendo en voz alta las últimas palabras del padre” (193). La aporía, la duda, la imposibilidad y la negación, gestos que Andermann lee en Papá Iván, pero también en M y Los rubios.

Desde lecturas políticas, Gonzalo Aguilar atiende al Nuevo cine argentino, y Patricia Espinosa al documental político chileno realizado por mujeres (entre 1998-2008). Aguilar ofrece dos grandes rechazos al cine de los años ochenta: por un lado, a la demanda política y, por otro, a la identitaria (Otros mundos 23). Por cierto, sostiene que en la ficción no se reflexiona sobre el tema de la dictadura, o que, partiendo de Bolivia, de Adrián Caetano, la imagen política –un afiche de Eva Perón– se ha trasladado a la escena íntima, “se convirtió en un asunto privado” (141). Tal como sucede en Chile, será el documental el que asuma ese lugar (135); o bien, como ocurre con Los rubios, de Albertina Carri, se pondrá en tensión los cruces entre ficción y documental. Algunos documentales erigen una reflexión desde lado institucional, por ejemplo de la agrupación HIJOS, y otros una “reflexión histórica y testimonial” (132) explícita, más que en torno a la dictadura, alrededor a los años setenta, previos a esta, reflexionando en torno a las bases políticas. Espinosa, por su parte, realiza un recorrido en el que analiza ocho documentales que establecen discursos de resistencia a la política de “borramiento de la memoria chilena” (161), impuesta por la dictadura y mantenida por el mercado desde la democracia concertacionista, pues, a pesar de que el Estado intenta realizar un ejercicio de “patrimonialización de la memoria” (161), esta sigue siendo una actividad realizada desde las producciones artísticas mayoritariamente. Espinosa plantea que la mujer aparece en oposición a una violencia masculinizada, representada por militares o jerarquías familiares y sociales, que ataca no solo cuerpos, sino que todo un proyecto de país que se desmanteló mediante la represión.

4. Imágenes y retóricas de las imágenes. Vacíos y formas de memoria

Volvamos a la imagen de La Moneda bombardeada, porque son las imágenes las que intentan completar ciertos vacíos de la memoria. La imagen está impregnada en la memoria del lector/espectador. Por emisión u omisión se vuelve sobre la imagen. Se vuelve sobre los espacios configurados en ausencia de algo, en sí, fisuras que deja la historia. La narrativa reciente o el cine nuevo, digamos, relatos de la memoria/posmemoria, asumen una retórica de la imagen para intentar narrar, representar o esbozar, las ausencias. Papá Iván (2000), de María Inés Roqué, articula la idea de tensión, alcanzando una reflexión en torno a la política cotidiana y su radicalización, oponiendo dictadura y guerrilla, pero, sobre todo, carta-escritura y fotografías-imágenes. Tony Manero (2008), de Pablo Larraín –el único de los hijos de este corpus que erige un pasado del lado de quienes escribieron y apoyaron la dictadura, aunque, de algún modo, su proyecto cinematográfico se distancia de ese lugar, pero no lo problematiza abiertamente–, presenta una retórica del registro intermedial, expone un cruce de soportes y metaencuadres, desplegados a partir de la imagen fotográfica, la cinematográfica y la televisiva, todas imágenes que oscilan entre lo latente, lo difuso y lo borrado. No (2012), del mismo Larraín, enfatiza la imagen publicitaria y televisiva para el plebiscito chileno de 1988. Los topos (2008), de Félix Bruzzone, despliega una retórica del espectáculo, formas de construir/cuestionar un relato de la memoria, desde los dibujos que hace la abuela de la cara de su nieto perdido en Copacabana, pasando por la figura travesti del mismo. El edificio de los chilenos (2010), de Macarena Aguiló y Susana Foxley, levanta la memoria del “proyecto de vida comunitaria” del edificio de los hijos de exiliados chilenos en Cuba, estableciendo un cruce de formas y recuerdos: cartas y testimonios orales, fotografías, dibujos y animación, estos últimos, proyecciones de una imagen infante que enfatiza la idea de memoria. El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (2011), de Patricio Pron, intenta reconstruir la historia de la amiga de su padre llena de huecos, configura una mirada hacia el pasado a través del trabajo investigativo de archivos, periódicos y fotografías. Fuenzalida (2012), de Nona Fernández, comienza a partir de una fotografía encontrada en el basurero, desde donde se erige junto con el “culebrón” que arma la protagonista. Esta breve panorámica desemboca en nuestro corpus a analizar: Los rubios (2003), de Albertina Carri, La ciudad de los fotógrafos (2006), de Sebastián Moreno, M (2007), de Nicolás Prividera, La casa de los conejos (2007), de Laura Alcoba, Ruido (2012), de Álvaro Bisama, y Space Invaders (2013), de Nona Fernández.

4.1. Imágenes creadas. Los Rubios, de Albertina Carri

Los rubios busca romper con la estructura del documental, subrayando esta ruptura por medio de la creación de imágenes y la disputa de ciertos imaginarios culturales de la tradición argentina. Para Gonzalo Aguilar, es el único documental que logra salir del duelo, porque cuestiona el proyecto político del padre (Otros mundos 179), pero también, pensamos, porque cuestiona el proyecto político del documental, que siempre clama imagen archivo, pero que en este caso la construye. Dice Ana Amado que todas las categorías que intentan clasificar a Los rubios, “resultan inseguras” (186). Wolfgang Bongers, en tanto, sostiene que Carri “pone en escena la insostenible e injusta ausencia de los desaparecidos y la imposibilidad de hablar –correctamente– de esa obsesión espectral de re-presentarlos” (86). Es desde el cuestionamiento, la categorización insegura y la representación imposible que la creación de escenas se erige como la forma de tensión que predomina y/o sobresale en la película, como gesto que enuncia la imposibilidad de completar los vacíos de la memoria.

El documental de Carri presenta un modo performático de articular la historia y la política, la cual deja ver los hilos de la puesta en escena. El 24 de febrero de 1977, los padres de Albertina Carri, Roberto Carri y Ana María Caruso, intelectuales argentinos, son secuestrados y asesinados. A partir de un hecho particular, intenta erigir una retórica que revierte las formas clásicas del documental sobre la memoria. Albertina Carri transita hacia la búsqueda de los fantasmas que rodean a ese hecho. Lo relevante es la creación de imágenes/escenas que reflexionan sobre los espacios que no puede recuperar o a los que no puede llegar la memoria. Creación de archivos, para un formato que, generalmente, basa su verosimilitud en el archivo histórico.

La imagen de los playmovil revierte las convenciones del documental. Digamos: este parte jugando, montando/construyendo/imaginando una escena, no usando imágenes de archivo-memoria. Crea imágenes con juguetes, con objetos de infancia. Luego, las figuras vuelven a escena, contemplando una puesta de sol, pasando a un ambiente festivo, con una música que rompe el tono del documental, dando un matiz colectivo a la imagen que falta, la de los padres. A continuación, los playmovil intervienen la imagen del campo. Albertina dice: “El campo es el lugar de la fantasía, o donde comienza mi memoria”. Lo dice mientras recorta unas imágenes, distribuidas en una mesa en medio de figuras playmovil. Después, las figuras recrean una escena nocturna, en la carretera, que dialoga con géneros del cine B, de extraterrestres, donde los personajes son raptados/abducidos.

Una segunda imagen creada/montada es la de la actriz, Analía Couseiro, que Albertina Carri, directora, selecciona para que protagonice el documental. El personaje como tal, filmado, crea imagen con su presencia; digamos, llena los espacios en blanco de la memoria. Creación que llega a su punto más importante al momento de vestirse con pelucas rubias. Así, Carri-directora exacerba su distancia con el personaje, le da instrucciones, lo perfila como la figura e imagen que ella requiere para el relato. La tercera imagen es la que, construida en la filmación, es decir, materialidad/pantalla, es revisada y analizada, por Albertina Carri-personaje, en la sala de edición, profundizando la metarreflexión cinematográfica en escena.

El documental crea una imagen-testimonio del personaje Albertina y de los amigos de los padres. El pasado en Los rubios, sostiene Ana Amado, “es rehecho como fábula, pero no a modo de falsificación o invento, sino de creación, único soporte de la memoria” (192). Así, ante la fragilidad e inestabilidad de la memoria, la imagen creada logra polemizar con la imagen de la memoria. Polémica en tanto parodia, que podríamos vincular con los gestos del llanto en Historia del llanto, de Pauls, y el gesto paródico a ciertas retóricas políticas de los sesenta, en Los topos de Bruzzone.

4.2. El retorno de la ciudad, la imagen y la memoria. La ciudad de los fotógrafos, de Sebastián Moreno

La ciudad de los fotógrafos releva el lugar que tienen la imágenes al momento de levantar la memoria. Se trata, por cierto, de tres formas: televisiva, fotográfica y documental cinematográfica. De este modo, se enfatiza el rol de la imagen material, de la ciudad de la imagen en dictadura. Si Imagen latente (1983), de Pablo Perelman, un antecedente cinematográfico de la fotografía-memoria, “es un impactante archivo de imágenes en su movimiento agónico, desesperado, necesario y paradójico de la memoria y de la justicia, un archivo que oscila entre la imagen latente y la imagen justa” (Bongers 83), el documental de Moreno oscilará entre la memoria y el vacío que intenta ser llenado desde la exacerbación de la imagen misma y los testimonios de los propios protagonistas: los fotógrafos.

Moreno destaca la materialidad fotográfica desde la misma fotografía y desde quienes la ejecutan. Dos escenas llaman la atención, ya que intentan apropiarse de la memoria desde un lugar que cruza dos figuras: el fotógrafo y el espectador. Dos figuras que Barthes vincula a un tercer elemento, configurando una triangulación: el “operador”, que es el fotógrafo; el “Spectator”, quien mira en periódicos, libros, álbumes o archivos, colecciones de fotos; y lo fotografiado, “el blanco, el referente, una especie de pequeño simulacro” (35), el “Spectrum” de la fotografía, esa palabra que para Barthes mantiene “a través de su raíz una relación con ‘espectáculo’ y le añade ese algo terrible que hay en toda fotografía: el retorno de lo muerto” (35-36). Los muertos retornan por medio de una doble imagen, la de la fotografía y la del documental, una metaimagen crítica y política en sus tensiones con la memoria.

La primera escena, al inicio del documental, muestra a Luis Navarro, “el fotógrafo de los perdedores y de los muertos”, quien toma en Lonquén, al sur de Santiago, la primera fotografía de denuncia de la dictadura. Navarro, en el presente, con cámara y fotografía en mano, vuelve a Lonquén. La mira, intentando recuperar eso que Barthes rescató de la fotografía, es decir, “esto ha sido”. Así, el documental busca reconstruir el momento, el vacío, con el relato oral, el recuerdo, incluso intenta recuperar el lugar desde donde toma la fotografía. Un ejercicio de superposición, en el que la imagen presente del lugar, captada por el documental, es intervenida por la imagen fotográfica que hace memoria. El fotógrafo, entonces, se erige como espectador de su propia fotografía.

La segunda escena muestra a Álvaro Hoppe, para quien el fotógrafo es “un actor invisible… tú vas a un lugar, fotografías, y lo que queda es la esencia de ese momento”. En su tránsito por calle Bandera se lo observa mirando una fotografía del funeral de André Jarlán, tomada en ese mismo lugar. Mira la fotografía, mira el lugar, se intercalan imágenes audiovisuales de ese momento. Hoppe juega con su mano a recuperar el encuadre de ese momento. Ese es el momento en que sucede, simulacro mediante, el retorno de lo muerto. Las dos escenas problematizan las figuras del fotógrafo/espectador, y el doble registro, la metaimagen, tensiona las posibilidades de la memoria y los silencios y ausencias que esta deja.

El documental profundiza las posibilidades de completar ausencias o huecos que intentamos discutir. Posibilidades que vislumbramos como imposibilidades. Moreno, así, reflexiona en torno a otras imágenes fotográficas, personales, de álbum familiar, las cuales intentan llenar los espacios que la memoria se esfuerza por erigir. La madre de los cuatro hermanos Maureira, encontrados en Lonquén, dice: “Toda la vida me han gustado las fotos de mis hijos, porque me figura que mis hijos no están muertos cuando estoy sola, porque converso con ellos…”. Su relato confirma la función que cumple la fotografía al momento de completar un relato, personal o colectivo. Las fotos están, los cuerpos no.

La imagen ausente remarca la importancia, paradoja mediante, de la imagen fotográfica. El fotógrafo Claudio Pérez, atento a la ausencia de fotografías de algunos detenidos desaparecidos, intenta completar sus ausencias. Estos son rostros/cuerpos y fotografías doblemente desaparecidos. A la vez, la imagen se repite en su ausencia desde la prohibición de las fotos en prensa. Se muestra una revista Análisis que aparece sin fotografía y, en el espacio en el que estas debían ir, aparecen letras o espacios en blanco (la letra disputando espacio en la imagen, como sucede en Los rubios). La imagen, incluso ausente, es política, entra en tensión con el poder.

También se erige una crítica y una autocrítica respecto del dispositivo fotográfico. José Durán fotografía al carabinero apuñalado en calle Ahumada, captura que ganó portadas de la época. Sin embargo, luego se comprueba que el puñal lo había enterrado un agente de la CNI. Por su parte, la imagen fotográfica es puesta en cuestión desde la tergiversación del oficio mismo, lo que coincide con la autocrítica de Paz Errázuriz, quien, al ver a los fotógrafos transformados en “buitres”, reflexiona en torno a su propio rol de fotógrafa, al cual más tarde renuncia. Ese rol tiene que ver con la violencia que tenían internalizada, dice Claudio Pérez, pues el fotógrafo solo reaccionaba ante escenas violentas: “te estabas convirtiendo en un tipo maldito”. Incluso, comenta Óscar Navarro, se pierde la capacidad de asombro. Sin duda, hay un rechazo al marcado y morboso retorno de lo muerto barthesiano.

Sin embargo, la materialidad fotográfica regresa a su cauce. Moreno cierra el documental con una reflexión que mezcla infancia, recuerdos y espacios en blanco de la memoria: “Al recordar mi infancia muchas cosas quedan en blanco, cuando eso sucede, vuelvo a mirar las fotografías, las cosas vuelven a aparecer…vuelvo a encontrar la ciudad que mi padre fotografió, la población, mi casa”. Esta vuelta a mirar exacerba la intención de completar los espacios en blanco de la memoria, pero choca con la propuesta de Carri, radical en los cuestionamientos del documental. Moreno se entrega a recorrer la memoria de una forma directa y emotiva, atiborrando el espacio fílmico con metaimágenes que profundizan en la reflexión en torno al estatus de la misma. El gesto de Moreno es del hijo que vuelve a la imagen quemante de Guzmán, de La Moneda ardiendo o a la Imagen latente de Perelman, pero no del protagonista de Pauls, que no puede llorar.

4.3. Las imágenes de una letra. M, de Nicolás de Prividera

M es una investigación. El documental nace como una investigación judicial en torno a la desaparición y muerte de Marta Sierra. Dado el carácter judicial, el film se centra en los recorridos que realiza el hijo por las instituciones y los lugares que pueden poseer información sobre lo que le sucedió a su madre. En una segunda parte, el documental se centra en recoger los testimonios de compañeros de trabajo y compañeros de la organización política Montoneros. M, en palabras de Gonzalo Aguilar, reconoce la necesidad de “una memoria plural y cinematográfica [capaz] de tocar lo singular (la historia de Marta Sierra, madre de Prividera) y también lo social: la culpa de la sociedad que permitió que el terrorismo de Estado haya sucedido y que sus acciones hayan sido dejadas parcialmente en el olvido” (Más allá 121). En esas tres instancias se juega la posibilidad de exacerbar el rol de la imagen. Centrémonos en la imagen de la madre.

¿Qué significa la M? Para Ana Amado, es el nombre de la madre del director, Marta Sierra, aunque también podría aludir a la militancia en Montoneros, o un “sesgo cinéfilo” por M de Fritz Lang, pero “directamente es ‘M’ de Madre, también de Muerte y de Memoria” (Amado 171). Pensemos: M de madre, M de mujer, M de Marta, M de muerte, M de Montoneros. La letra inicial que remplaza una imagen, que intenta marcar el camino que se sigue para llegar a una imagen: la de una madre con su hijo. La fotografía de Marta pegada sobre una pared de corcho después de que su hijo la despejara para ese fin, sacando otras imágenes artísticas. Dejar todo para reconstruir la memoria, para saber sobre un pasado que le quitó la posibilidad de estar con su madre, como en la escena final, donde el director proyecta diapositivas de su madre en la pared y se para frente a esta: el que estén juntos es una ilusión, la imagen de Marta como madre, en compañía de su hijo, no es más que una ilusión y la proyección de los esfuerzos de su hijo por buscar un imposible. Da la impresión de que el protagonista no está tan consciente de esa imposibilidad al esforzarse por ubicar a Marta como madre en el mismo espacio donde desempeñó su papel de militante. Intenta concentrar todos los papeles de Marta en esa letra inicial, en esa M: ella era todas esas cosas, pero no fue madre, no estuvo como madre. Es algo que él no menciona ni percibe, el reclamo que le hacen los hijos a sus padres sobre su activa participación política –que ponía en riesgo latente y desmantelaba, en muchos casos, el proyecto familiar de estos– no se encuentra. No es un relato sobre las carencias que se poseen al crecer como hijo de una mujer desaparecida en dictadura, no se trata sobre la melancolía de crecer sin madre. Al ser una investigación centrada en lo judicial, el relato busca encontrar responsables, o más bien reconstituir un pasado específico con el fin de entender por qué y cómo sucedieron estos sucesos.

Prividera toma distancia de toda posibilidad melancólica, haciendo presente “la brecha y la imposibilidad de repararla a través del film”, presentando un plano en el que el director “aparece junto al rostro de su madre proyectada sobre una pantalla” (Andermann 193). La imagen en una posición central, rodeada de vacío e imposibilidad, de ausencia y exceso de imágenes, da cuenta de esa necesidad por completar los detalles que constituyeron la vida de Marta como militante. Los silencios, las ausencias y los huecos que se despliegan alrededor de ella son la razón para establecer la investigación, en oposición con la imagen final. La proyección de fotografías personales, que acapara todo el cuadro y que se intercepta con la figura del hijo en el presente, constituye la escenificación de una ilusión de un pasado que no se pudo establecer como futuro. M vuelve sobre la imagen de la madre, mientras que Moreno vuelve sobre las imágenes que rodean al padre. Ahora, mientras M y La ciudad de los fotógrafos se entregan al dispositivo fotográfico, Carri, como ya mencionamos, lo cuestiona y lo crea, para sostener la idea de imposibilidad.

4.4. Ocultar y mostrar: la difusa realidad en La casa de los conejos, de Laura Alcoba

La Casa de los Conejos (2007), de Laura Alcoba, relata la historia de la infancia de la protagonista y narradora hija de dos militantes de Montoneros. La novela presenta una tensión explícita entre la imagen pública y el cuerpo oculto por medio de ejercicios retóricos del ocultar y el mostrar. Meses antes de iniciarse la dictadura, y tras la detención de su padre, Laura y su madre entran en la clandestinidad, viviendo en diferentes casas de la organización. Este transitar constante entre una casa y otra, así como los relatos sobre las precauciones y mecanismos que toma la familia para evitar ser perseguidos y que se conozca la ubicación del lugar en el que viven, funcionan como una retórica del ocultamiento en donde las acciones de velar y develar son expuestas a través de la mirada. Los ojos de quien narra observan la realidad en otro nivel en el que las imágenes que se presentan se vuelven difusas para representar ese ocultamiento: “Lo que me gusta de fruncir los párpados en estos baños de luz, es que empiezo a percibir las cosas de manera muy diferente. Me gusta sobre todo el momento en que el contorno de las cosas se desdibuja y parecen perder volumen” (29). Con la inocencia infantil de un juego con la mirada se evidencia lo difuso de la realidad que se intenta representar y la inestabilidad familiar que posee la protagonista debido a la militancia activa de sus padres. Las imágenes son creadas en la novela en un contexto en el que, precisamente, el acto de mirar o dejarse ver era peligroso. Sin embargo, es desde la misma construcción de imágenes que la narradora elabora su discurso sobre el pasado, en la que las operaciones de velar/develar permiten establecer un acto de memoria desencadenado por la necesidad de revisar cómo funcionaban estas operaciones en su infancia.

Consideramos que la imagen personal es el elemento en el que de mayor manera se intenta difuminar la mirada del observador externo y enemigo: “Mi madre ya no se parece a mi madre. Es una mujer joven y delgada, de pelo corto y rojo, de un rojo muy vivo que yo no he visto nunca en ninguna cabeza” (31). La imagen que se tiene del otro se ha diluido para dar paso a una nueva imagen en la que la madre intenta ocultar su verdadera identidad, oponiéndose a las fotografías de su rostro que aparecen en los diarios: la imagen pública de su apariencia como estudiante y conocida militante queda establecida en lo público, en lo que se muestra y se conoce. La retórica del ocultamiento que cruza todas las líneas de la novela se establece a través de la mirada, de lo que cada individuo tiene permitido ver y de lo que cada uno tiene permitido mostrar. Todo esto se determina cuidadosamente y en una dirección contraria a las imágenes del pasado, de la vida pública: “Mi madre debe tratar de no salir de casa: su foto ha aparecido publicada en los diarios. Aunque haga alarde, ahora, de una cabellera de un rojo furioso, muy distinta del pelo castaño discreto de los tiempos en que tenía (…) más le vale mantenerse apartada de la vista del vecindario” (63). La imagen del diario promueve la mirada hacia lo que se pretende ocultar (que para la narradora es lo verdadero, es su madre de verdad), representando lo peligroso de la imagen como recurso mediático que invita al vecindario, a la sociedad, a centrar la mirada en lo que se considera extraño o subversivo. Es posible plantear que la tensión que sobre la imagen personal de la madre pesa, y que se presenta en el texto, funciona como una alegoría de las tensiones que la resistencia a la dictadura poseía. La clandestinidad necesaria para realizar acciones que intentaban desestabilizar el poder dictatorial consistía, en definitiva, en desmantelar la propia imagen personal, en ocultar al individuo y no permitirle establecer ni siquiera una imagen personal que se asemeje a lo que ese sujeto es, produciéndose un vacío en el relato de memoria.

La imagen de la madre de Laura fue remplazada, es otra en relación con aquella que habitaba en su memoria y en sociedad. Así como la dictadura impide la emancipación y resistencia de sus opositores –emancipación que se produce con el “borramiento de la frontera entre aquellos que actúan y aquellos que miran, entre individuos y miembros de un cuerpo colectivo” (Rancière, El espectador 25)–; en el discurso se plantea que el tránsito de la mirada desde observador inocente y pasivo, en la infancia, hacia actor que construye un relato sobre el pasado centrado en la mirada sería un acto emancipatorio y político. La imagen de la madre en M se esfuerza por sostenerse en la fragilidad de la memoria; por el contrario, la de la madre de Laura se diluye, en consonancia, tal vez, con la de Carri, que definitivamente no está.

4.5. La imagen escrita en fragmentos. Ruido, de Álvaro Bisama

Ruido, de Álvaro Bisama, es un relato de la infancia, adolescencia y juventud de un grupo de jóvenes en Peña Blanca, pueblo de la quinta región. Bisama propone un contundente trabajo de la imagen y las posibilidades de la mirada: la luz óptica, la presencia del vidente –sujeto que ve más allá del referente–, el esténcil como imagen compuesta por letras, las películas de horror, las fotos en los diarios. Un relato colectivo que busca establecer cómo fue crecer detrás de un montaje espectacularizado que comenzó con un joven vidente y que fue acaparado por los medios y por el poder dictatorial. Bisama intenta descifrar qué quedó después de ese show y cómo se desarrolla la vida cotidiana en un pueblo que, de repente, se llena de ojos mirando.

La novela se inicia con la descripción de la imagen del esténcil del vidente: “Hace unos años empezaron a aparecer stencils en el centro: el rostro del vidente mirando el cielo, cortado en líneas perfectas en una plantilla sobre la que alguien había lanzado un spray de pintura fluorescente” (12). Esta imagen, creemos, funciona como elemento catártico que lleva la memoria del narrador hacia el pasado que debe ser revisado. La plantilla que se realiza para ser repetida constantemente, la imagen serializada que se repite en las paredes de las calles del pueblo es un constante llamado al recuerdo, a no olvidar, y lleva al narrador a la reflexión natural sobre el pasado. Para Sergio Rojas, el “tiempo de la memoria carece de un sentido de trascendencia, carece de ‘futuro’ (es decir, no guarda una relación de continuidad con el presente) porque corresponde al absoluto haber estado ahí de la subjetividad” (236). En ese sentido, el texto de Bisama funciona como la muestra de los esfuerzos por instaurar ese suceso anecdótico sustrayéndole su carácter oficialista, evidenciando la decadente espectacularización del suceso. El esténcil es la imagen callejera, es una muestra de arte urbano que “tatúa” las paredes de la ciudad para escribir en ellas los relatos de sus habitantes marginados. En este caso, el esténcil del vidente es el tatuaje de la memoria, del recuerdo que no quiere ser dejado atrás, porque precisamente recordar es un acto político que sustrae al poder un suceso histórico que pertenece a lo subjetivo, es decir, a la experiencia individual de cada sujeto. Tomar conciencia de lo acaecido y sustraerle espectacularidad es un acto de protesta en un contexto en el que todo se intentó cubrir, todo se intentó velar bajo el telón de un espectáculo que se volvió decadente. La imagen del vidente pintada en las paredes remite a esa performance del poder que no dejó nada y es un esfuerzo por recotidianizar un suceso particular subjetivo. Recordar a través de esta imagen, que luego vuelve a aparecer en el relato, es recalcar que el suceso histórico no pertenecía al poder, sino al imaginario popular del pueblo.

Pensamos que se trata de una imagen cotidiana que pasaría desapercibida, pero que es repetida de manera serializada por alguien: un sujeto la diseña y proyecta en diversos puntos, dando la sensación de estar en todas partes, omnipresente, observando y siendo observada. El esténcil funciona como el punto desencadenante para iniciar la narración sobre el pasado, recurrir a la construcción de la memoria personal para construir el relato de un nosotros, de una pluralidad que no posee cuestionamientos en torno a la subjetividad de los recuerdos. El relato de memoria es diferente a la historia de lo que sucedió, porque esa historia está contaminada por los intereses de otros.

La fragmentariedad de la memoria de este relato, por lo tanto, configura la idea abierta por Sarlo, es decir, que termina exacerbando el lugar de la irrepresentabilidad. Fragmentos que no confían en la totalidad y puntualizan el desvío del camino u horizonte de la memoria. El vidente, su presencia pública, permite detectar, enunciar y criticar el lugar de la institucionalidad, situación que funciona, en parte, en la crítica que Prividera hace a las instituciones, tanto en dictadura como en postdictadura, cuando estas no logran mantener vivo el recuerdo de los desaparecidos.

4.6. Retórica de la imagen. Space Invaders, de Nona Fernández

Space Invaders (2013), de Nona Fernández, articula una retórica de la imagen y un cúmulo de violencia alegórica e histórica para erigir la derrota de la generación. Por un lado, representación de la “pantalla lúdica” (Lipovetsky y Serroy 285) con un referente de una imagen precaria del Atari, el videojuego viene a escenificar el modo de operar por parte del poder –digamos, latente, en su lugar de acecho, en todo el corpus revisado–. Por otro, la repetición de la pantalla del televisor, como dispositivo tecnológico que invade la cotidianidad de los personajes y la mediatización de los hechos a través de la prensa escrita y televisiva. Esa presencia televisiva de las imágenes no es otra cosa que “imágenes de violencia organizada y de barbarie” (39), que Didi-Huberman piensa a partir de dos técnicas que maneja la información televisada: “la nada o la demasía, para enceguecernos mejor –por una parte, censura y destrucción; por otra, asfixia por proliferación–” (39). Ese gesto contradictorio replica, en parte, los ejes paradojales de la nada y exacerbación de violencia simbólica que desarrolla la novela, la que se erige en tiempos en los que la pantalla lo abarca todo, ya que está en todas partes (Lipovetsky y Serroy).

Fernández desarrolla un modo específico de pensar la literatura, en tránsito hacia un cruce intermedial que busca poner en tensión las fronteras de la memoria y, por supuesto, de la literatura. Realiza un gesto de apertura de voces de una generación, una suerte de liberación de “la voz de los hijos” (Amaro, “Parquecitos” 38). En palabras de Sergio Rojas, en la novela: “el pasado se disemina en las historias de los individuos, una memoria plural en que el trabajo de la ficción no es una tergiversación de la verdad, sino una posibilidad” (242). Pluralidad que Gonzalo Aguilar, lee en clave similar, pero enfatizando el lugar de las imágenes.

La dictadura, entonces, la erige desde la violencia y el crimen de Estado, a través de la extraña muerte de Eduardo Frei Montalva; del líder sindical Tucapel Jiménez, a manos de un grupo operativo de la CNI; de los jóvenes hermanos Rafael y Eduardo Vergara Toledo, baleados por Carabineros en Villa Francia, y el secuestro y posterior degollamiento del profesor Manuel Guerrero, el apoderado José Manuel Parada y el del militante Santiago Nattino. Fernández pone énfasis en la violencia de la época a partir de la marcada presencia del hecho histórico concreto. Desde ahí pensamos, entonces, el cruce entre juego y política, eje articulador en la imagen y/o dispositivo televisivo. De este modo, Fernández establece una retórica de la imagen que sienta sus bases en la pantalla televisiva. La simpleza del juego contrasta con la violencia que proyecta: “Las balas verdes fosforescentes de los cañones terrícolas avanzaban rápidas por la pantalla hasta alcanzar a algún alienígena. Los marcianitos bajaban en bloque, en un cuadro perfecto, lanzando sus proyectiles, moviendo sus tentáculos de pulpo o calamar, pero el poder de González y Riquelme era tremendo y siempre terminaba explotando” (23). La imagen de los marcianos verdes encuentra eco explícito en Carabineros, pero también en la resignificación del objeto lúdico infantil de Los rubios: los playmovil.

La pantalla del televisor, dice la novela, “anuncia la programación de un nuevo día. Parte con el Himno Nacional y con imágenes de todo el país de Arica a Punta Arenas” (33 y 75). Información que repite dos veces en la novela, para luego reflexionar sobre el dispositivo mismo: “Todos lo vemos en la pantalla del televisor. De alguna manera extraña sintonizamos al mismo tiempo la misma imagen” (69). Así, la pantalla copa la escena con una imagen que busca proyectar una identidad de país o nación, dada por el himno, y geográfica, dada por los paisajes. Una imagen que se perpetúa, una imagen televisiva-cotidiana que todos ven y que se vincula con la imagen del videojuego de los marcianitos verdes, que da nombre a la novela y expone la violencia intrínseca de la época de dictadura y de postdictadura. Terminada la dictadura, la pantalla-juego ahora muestra a un comando asesino siendo condenado a cadena perpetua: SANTIAGO DE CHILE. Año 1994, la justicia chilena entrega su fallo en primera instancia por el secuestro y homicidio de los militantes comunistas Parada, Guerrero y Nattino: “El comando asesino es condenado a cadena perpetua. En la misma pantalla televisiva en la que antes se jugaba al Space Invaders ahora aparecen los carabineros responsables de las muertes” (68). El tránsito de una pantalla-video juego a una pantalla-televisiva no rehúye al gesto de violencia intrínseca con el que carga la imagen trabajada por Fernández y por el corpus que presentamos. La imagen-pantalla, en Space Invaders, es una imagen política, que evidencia las tensiones que su contenido dispone, vale decir, las tensiones entre letra e imagen, o literatura e imagen.

5. Conclusiones

¿Cuáles son las imágenes que levantan los relatos en cuestión? ¿Cuál es el lugar de la imagen, como materialidad, en los relatos de la postdictadura y la posmemoria? La imagen material analizada intenta establecerse en el tiempo como registro que se posiciona por sobre la imagen fugaz del recuerdo (Benjamin), enfatizando, a la vez, la fugacidad con la que cargan en la modernidad. Resulta evidente que los vacíos de la memoria no se llenan, que ninguna “elaboración retórica” (Sarlo) logra recuperar ni representar un momento, un lugar, una escena. Sea imagen material o imagen recuerdo, las diversas formas de memoria siempre son espectrales (Drucaroff), y su materialidad fotográfica o iconográfica, erigida desde la letra o la imagen cinematográfica misma, siempre es un simulacro, un artificio (Gubern) de algo que fue, pero que no está presente. Lo relevante, entonces, en este corpus, es apreciar la diversidad de gestos que están latentes en las propuestas estéticas-políticas.

En general, la memoria como constructo retórico encuentra eco en la imagen, que como retórica, proyecta y potencia el rasgo político de tensión cultural y política, desde, pensando en Gonzalo Aguilar, el presente, como en Los rubios, o desde la memoria, como en M, en tanto “laberinto” (Más allá 128). Digamos, así, que gran parte del corpus apuesta a esa forma de enfrentar la memoria, es decir, hurgar en el pasado, como en un laberinto de la imagen fotográfica que busca ser recuperada por los protagonistas de La ciudad de los fotógrafos, o desde la vuelta a la casa de la memoria en La casa de los conejos. Ruido y Space Invaders, en tanto, apuestan a escenas de infancia y adolescencia para erigir las ruinas de la derrota y desencanto de un país en dictadura y postdictadura.

Los usos de las imágenes (Mitchell) determinan los acercamientos diversos al referente que se intenta levantar. Si volvemos a la imagen de La Moneda bombardeada, entendemos que “la variedad y especificidad histórica”, como señala Mitchell en el epígrafe que abre este artículo, pensando en la lectura diferente que hacen Patricio Guzmán y Alan Pauls, por separado, ratifican esa variedad y especificidad histórica de la imagen, y de las oposiciones de ambos proyectos. Los relatos analizados hablan/escenifican la paradoja de la innarrabilidad, es decir, hacen el gesto de decir/mostrar, para exacerbar la conciencia de vacío, imposibilidad, a partir de la idea, en general, de fragmentariedad. Lo interesante es cómo, desde esa imposibilidad, se logra erigir una crítica al poder o a las instituciones en dictadura pero implícita o explícitamente, a ciertas retóricas postdictatoriales, que también las criticarían el lugar y rol de determinadas instituciones en las postdictaduras respectivas, Chile y Argentina, como sucede en Los rubios y en Space Invaders.

Para finalizar, la imagen no reconstruye una memoria particular, menos una memoria total; lo que intenta es posibilitar un simulacro de esta, y en su vinculación-estela, pensando en Rancière, establecer un espacio crítico que cuestiona lo que rodea a esa memoria. La imagen quema, llores o no llores.

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Recepción: 11.11.2015 Aceptación: 28.12.2015

1 Tres formas de memoria que Noemi vincula, respectivamente, a Reinalda del Carmen, mi mamá y yo, de Lorena Giachino, Jamás el fuego nunca, de Diamela Eltit; y la Insensatez, de Castellanos Moya.

2 Sarlo critica el explosivo desarrollo teórico del concepto y su indiscriminada aplicación en los contextos del término de las dictaduras latinoamericanas.